Pienso en un pterodáctilo. Pienso en él pero sin pensar todavía en un ser jurásico, pienso en un pterodáctilo como se piensa a veces en algunas cosas que todavía no se han transmutado a sentencia, a figura, a color en la mente de uno. Pienso en un pterodáctilo porque necesito poner nombre a cosas que sé cómo se llaman, pero que en determinado momento me engañan y no son lo que son, y la venganza es, como no podía ser de otra manera nombrar de lado, nombrar sin mirar, sin conocer, o conociendo apenas las cosas, lo suficiente como para que moleste el nombrar a medias o no nombrar. Pienso en un pterodáctilo y todavía no sé lo que es, sé que son un montón de grúas, sé que son un conjunto de grúas grises y cercanas al cielo, al bajo vientre del cielo. Pienso en un pterodáctilo y me imagino algo semejante a un dedo, o a un metro heleno, o a muchos dedos o a muchos metros. Voy pensando en un pterodáctilo y al mismo tiempo voy conociendo lo que significa ser un dedo enorme y articulado, pienso en un verso enorme lleno de alas, que no de plumas, que son como bien sabemos cansadas. Pienso en un verso con dáctilos o espondeos y me quedo con el dáctilo, que le den al espondeo, no tiene nada que ver con las alas ni con las grúas ni con el cielo porque necesito, para pensar en un pterodáctilo un dedo largo, uno largo, sólo uno largo y después tantos breves como se quiera. Pienso en un Pterodáctilo y empiezo a ver un dedo y un ala que lo una y fije a los seres que tienen el poder de señalar y volar mientras señalan, pienso y veo una grúa, o miles de grúas que chillan al bajo vientre del cielo y no esperan ninguna respuesta, porque su nacimiento no es celeste, como puede ser el de un pterodáctilo. Pienso en un pterodáctilo y ya sé exactamente lo que es, y además sé cómo chilla cuando vuela, bajo, vientre.
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